La teología del icono
El icono se nos presenta, en la
teología ortodoxa, como continuación del mundo sacramental, incluso como
formando parte de él.[1]
Presencia de lo sagrado, imagen de lo invisible, el icono hace presente la
realidad extra-histórica, todo lo que es prototipo de la realidad salvadora. Es
también la participación real con lo sagrado, la unión de lo humano con lo
divino. A través de una imagen que elabora el hombre se hace visible, presente
y operante, la realidad sobrenatural e invisible. Pero, ¿cómo es posible,
partiendo de una teología apofática, representar a la Divinidad? Realmente, la
Divinidad no puede ser representada. Lo dice bellamente san Juan Damasceno:
“¿Cómo hacer una imagen del Invisible? ¿Cómo representar los rasgos de quien no
se asemeja a nadie más? ¿Cómo representar aquello que no tiene cantidad ni
medida ni límites? ¿En qué quedaría el misterio?” Pero él mismo añade a
continuación:
“Si has comprendido que el
Incorporal se hizo hombre por ti, entonces es evidente que puedes ejecutar su
imagen humana. Porque el Invisible se hizo visible tomando carne, puedes
ejecutar la imagen de aquel que fue visto. Puesto que aquel que no tiene
cuerpo, ni forma, ni cantidad, ni cualidad, que sobrepasa toda medida por la
excelencia de su naturaleza, el que, siendo de naturaleza divina, tomó la
condición de esclavo, se redujo a la cantidad y a la cualidad y se revistió de
rasgos humanos, graba su imagen sobre la madera y presenta a la contemplación
aquel que quiso hacerse visible.”[2]
En el
Antiguo Testamento Dios se revelaba por la Palabra. Pero la Palabra (el Verbo)
se hizo carne, habitó entre los hombres y fue visto por los hombres (cf. 1 Jn
1:1-3). La encarnación fundamenta el icono, y el icono muestra la encarnación.
Y Cristo, en cuanto imagen del Dios invisible (Col 1:15), es el primer y
fundamental icono, revelación y rostro de Dios. En él se unen el misterio de
Dios que al principio hizo al hombre a su imagen y semejanza, y la
condescendencia del Verbo que en la plenitud de los tiempos se hizo semejante
al hombre, asumiendo la naturaleza humana. El Espíritu Santo es reconocido por
la Iglesia oriental como el iconógrafo interior, aquel que interiormente graba
en nosotros la imagen de Cristo y nos lleva hasta la santidad, en cuanto
perfecta conformación a Cristo.
Se comprenderá el aferramiento de
los bizantinos a los iconos en las luchas iconoclastas. Atacando los iconos,
los iconoclastas ponían en cuestión el misterio mismo de la Encarnación. La
defensa de la iconodulia era un capítulo más de la doctrina cristológica que se
forjó en los concilios de Oriente.
Cristo, Dios y Hombre, es
representado en figura humana, pero la luz que, en el icono, irradia desde el
interior manifiesta su divinidad. Esa misma luz es la que irradian los iconos
de la Virgen María, la Theotókos, y de los santos, puesto que,
configurados con Cristo, han sido divinizados por la acción santificadora del
Espíritu Santo y son como iconos del mismo Cristo. Representando la humanidad
deificada de su prototipo, es una persona y no una substancia lo que el icono
hace surgir. En una perspectiva escatológica, sugiere el verdadero rostro del
hombre, su rostro de eternidad, ese rostro secreto que Dios contempla y en cuya
realización consiste la vocación del hombre. Esta perspectiva escatológica es,
después de la Encarnación, el otro aspecto del fundamento teológico del icono.
“La representación de la luz
increada que transfigura un rostro no puede ser más que simbólica. Pero ésta es
la originalidad irreductible de ese arte, que el símbolo se ponga al servicio
del rostro humano y sirva para expresar la plenitud de la existencia personal.
El simbolismo del icono se funda así sobre la experiencia de la mística
ortodoxa: los ojos inmensos, de una dulzura sin escándalo, las orejas
reducidas, como interiorizadas, los labios finos y puros, la sabiduría de la
frente dilatada, todo indica un ser unificado, iluminado por la gracia. Los
santos, en los iconos, están casi siempre de frente: acogen al que los mira y
lo atraen a la oración, pues ellos son oración y el icono lo muestra. La luz y
la paz penetran y ordenan sus actitudes, sus vestidos, el ambiente que los
rodea. La luz del icono simboliza la luz divina. No proviene de un foco
preciso. Está en todas partes, en todo, sin proyectar sombra: sugiere a Dios
mismo haciéndose luz por nosotros. De hecho, es el fondo mismo del icono a lo
que los iconógrafos llaman ‘luz.’”[3]
El
Padre no puede ser representado, puesto que A Dios nadie le vio jamás; el
Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado (Jn
1:18), porque Cristo es la imagen del Padre: Quien me ha visto a mí ha visto
al Padre (Jn 14:9). El Espíritu Santo sólo puede ser representado de la
manera como se manifestó: como paloma y como lenguas de fuego. El misterio de
la Trinidad, revelado por Cristo en el Nuevo Testamento, queda simbolizado en
la representación de los tres personajes-ángeles recibidos en hospitalidad por
Abraham.
El lugar de los iconos es la
liturgia y el templo, de donde han nacido y a donde conducen. Las expresiones
más altas de la teología y de la espiritualidad del icono están íntimamente relacionadas
con la celebración misma de la liturgia donde la presencia de los iconos es la
epifanía o manifestación de la comunión de los santos, del cielo presente en la
tierra. El icono forma parte de la liturgia; no es, sin embargo, un “objeto
sagrado” del culto. El icono, como decía al principio, entra de lleno en el
mundo sacramental, es como un sacramento, que establece una comunión entre Dios
y los hombres, entre el cielo y la tierra. El icono, por lo tanto, no tiene
solamente un valor pedagógico; tiene, sobre todo, un valor mistérico, en él
reposa la gracia divina. Todo el templo, decorado con frescos e iconos, es un
signo, una imagen, de realidades superiores, a las cuales, en la celebración
litúrgica, los fieles se sienten transportados, cumpliéndose aquello de que la
liturgia es el cielo en la tierra.
Hay que reconocer que la iconografía
ortodoxa conoció una profunda decadencia, en Rusia desde el siglo XVII, en
Grecia en el XIX, y adoptó del Occidente un arte religioso, a menudo también
decadente, y que nada tenía que ver con la auténtica tradición iconográfica
bizantina. Pero modernamente ha visto renacer la tradición propia, acorde con
la teología y la espiritualidad bizantinas. Un renacimiento que coincide con el
descubrimiento y el interés creciente por parte del Occidente latino — el mismo
que, en tiempos carolingios, había refutado, sin comprenderla, la iconografía
bizantina — por este mismo arte y esta misma mística.
[1] Sobre los iconos existe una
abundante bibliografía. A las dos obras citadas en la bibliografía general: P.
EVDOKIMOV, El arte del icono, y L. OUSPENSKY, Théologie de l’icone,
se puede añadir: E. Ros, Reflexión sobre el icono sacro bizantino (Barcelona
1984); A. M. GASOL LLORENS, El icono: rostro humano de Dios. Historia, arte,
espiritualidad (Lérida 1993); E. SENDLER, L’icone. Image de l’invisible. Éléments
de théologie, esthétique et technique (París 1981); y la colección de
opúsculos Iconostasio, de G. PASSARELLI, en traducción castellana publicados
por Publicaciones Claretianas de Madrid (diversos fascículos ya publicados);
CH. SCHÜNBORN, El icono de Cristo. Una introducción teológica (Madrid
1999). Centrado en las grandes festividades bizantinas, y con una gran
profusión de ilustraciones, cabe citar el libro de G. PASSARELLI, Iconos,
festividades bizantinas (Madrid 1999); V. IVÁNOV, El gran libro de los
iconos rusos (Madrid 1990).
[2] Or. pro sacris imaginibus (PG 94,1239).
[3] O. CLÉMENT, La Iglesia,
p.147-148.
[1] Sobre los iconos existe una
abundante bibliografía. A las dos obras citadas en la bibliografía general: P.
EVDOKIMOV, El arte del icono, y L. OUSPENSKY, Théologie de l’icone,
se puede añadir: E. Ros, Reflexión sobre el icono sacro bizantino (Barcelona
1984); A. M. GASOL LLORENS, El icono: rostro humano de Dios. Historia, arte,
espiritualidad (Lérida 1993); E. SENDLER, L’icone. Image de l’invisible. Éléments
de théologie, esthétique et technique (París 1981); y la colección de
opúsculos Iconostasio, de G. PASSARELLI, en traducción castellana publicados
por Publicaciones Claretianas de Madrid (diversos fascículos ya publicados);
CH. SCHÜNBORN, El icono de Cristo. Una introducción teológica (Madrid
1999). Centrado en las grandes festividades bizantinas, y con una gran
profusión de ilustraciones, cabe citar el libro de G. PASSARELLI, Iconos,
festividades bizantinas (Madrid 1999); V. IVÁNOV, El gran libro de los
iconos rusos (Madrid 1990).
[2] Or. pro sacris imaginibus (PG 94,1239).
[3] O. CLÉMENT, La Iglesia,
p.147-148.
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